‘Beatnik’ y guitarrista por soleás: la historia de Donn E. Pohren, el ‘yanqui’ que revolucionó el flamenco

En los años sesenta, el estadounidense, que ejercía de administrador en la base militar de Morón, compró una finca de Espartero y la transformó en templo flamenco.

  

En la música hay cruces de caminos intermitentes que cambian de destino. Hace unas semanas Kiko Veneno -el hijo musical de Sevilla- explicaba que fue en California donde se aficionó al flamenco. El enigma que esconde tal afirmación está en una finca de sol y agua de piscina llamada Espartero, en Morón de la Frontera. Allí, a mediados de los 60 y hasta poco antes de la muerte del dictador Franco, con el apoyo del excelente guitarrista Diego del Gastor, el estadounidense Donn E. Pohren montó un anfitrión que ofrecía la experiencia de profundizar en la cultura flamenca en su hábitat natural, sin pintoresquismos ni banalizaciones. Así, codo con codo, Gastor (Diego Amaya Flores, nacido en Arriate, 1908, fallecido en Morón en 1973) y Pohren (Minneapolis 1929- Madrid, 2007) construyeron una brillante escena flamenca a la que acudieron cientos de jóvenes americanos en peregrinación, así como algunos ingleses, australianos, suecos, japoneses y españoles. Algunos difundieron luego ese arte por otros lados (de ahí el mapa invisible que recorrió Kiko Veneno hasta tropezar en San Francisco con Agustín Ríos, un sobrino de Gastor que le enseñó el toque de Morón). De la Finca Espartero hay estampas en libros recientes como Todo es rock flamenco, de Antonio Jesús García y Ramón García (Efe Eme, 2025), 100 hogueras. Flamencos, hippies y poetas en la Andalucía contracultural, de Antonio Orihuela (Papel de Piedra, 2023), y Esta vez venimos a pegar, de Fran G. Matute (Silex, 2022). Y antes, en Máquinas vivientes. La Virreina Centre de la Imatge, 2019) y El ojo partido son ejemplos de laminco y arquitectura en el uso y ocupación de espacios. Flamenco, cultura de masas y vanguardia, por Pedro G. Romero (Athenaica, 2016), o La edad de oro del flamenco en Morón de la Frontera (1960-1970), de Pedro Luís Vázquez García (Diputación de Sevilla, 2016). Más informaciónUn siglo de guitarra flamenca de Contracultura y libertad no fue sólo un espacio para la música. Fue también un microcosmos de libertad, un espacio de convivencia que irradiaba otras posibilidades de ser y estar en la vida. Un caldo de cultivo de producción y transformación contracultural que artistas y críticos como Darcy Lange y Dan Graham compararon -salvando las distancias- con la Factory de Andy Warhol, explica Romero en Máquinas vivas. Esto en pleno franquismo y en un pueblo cruelmente castigado durante la Guerra Civil por sus numerosos miembros del sindicato anarquista CNT. Todo empezó en 1947, en México, cuando en unas vacaciones Pohren vio actuar a Carmen Amaya, se enamoró de lo jondo y en cuanto pudo compró un billete a España para profundizar en su misterio. Se casó con la bailaora Luisa Maravilla, pasó una temporada en Málaga, Sevilla y Madrid, donde montó el Club de Estudios Flamencos en los bajos de Los Gabrieles. Pero por barrios y pueblos le hablaron de la extraordinaria belleza de la música de Diego del Gastor, le oyó tocar en el Potaje de Utrera y, en una especie de búsqueda del grial flamenco, decidió irse a Morón. Allí lo encontró en Casa Pepe, el bar de los gitanos del pueblo, sin dormir después de un par de días de jaleo. «Tío, tómate una copa», recuerda que le dijo Gastor al americano. Pohren decidió quedarse en su casa esa noche y todos los días y años, hasta que el guitarrista murió. Gastor era ya una leyenda, un maestro con un toque único de gitano antiguo. Un tipo elegante y libertario poco amigo de las fiestas de señoritas y del incipiente negocio musical. Sólo tocaba cuando quería y vivía con «mínimos gastos y máxima intensidad», escribe Pedro G. Romero en El ojo roto. El de Minneapolis trabajaba como administrativo en la U de Morón. S. base militar para ganar dinero, comprar la finca y arreglarla. La rebautizó como Centro Flamenco de Sparto, y al menos se convirtió en algo parecido al lugar neurálgico del flamenco más puro, sin destilar. El americano pronto tuvo resultados. A Espartero acudieron cientos de jóvenes, atraídos por aquel lugar de encuentro con otras gentes inquietas de distintas procedencias y culturas que convivían con los gitanos y coincidían con ellos a la hora de disfrutar de los días y las noches, fuera del radar político y social. «Lo que hacían era vivir en los márgenes, que es donde se ganan su propia vida en medio de un mundo vaciado de sentido», reflexiona Orihuela, autor de 100 hogueras. El de Pohren fue un movimiento insólito, y su idea de ofrecer una experiencia flamenca viva y real, una transformación cultural. En general, en la España franquista «lo flamenco» se consideraba algo cerrado a los payos, una cosa marginal de gitanos. Luisa Maravilla, Joselero de Morón y Donn E. Pohren a la guitarra. Ciudad de Morón de la FronteraEl libro y la guitarraPohren conocía muy bien el flamenco cuando se presentaron en Morón. En 1954 se movía por las calles malagueñas de los Negros y Cruz Verde rastreando la música, y dos años después vivía en la casa sevillana de los Pavones, una de las dinastías más importantes que ha dado el flamenco. Y en 1962 publicó El arte del flamenco, un libro que se reeditó varias veces en diferentes idiomas y se convirtió en un elemento fundamental para la difusión de esa música y sus formas de vida. «Pohren dignificó el flamenco. Entonces no tenía la consideración que tiene ahora», explica Antonio Jesús García, autor de Todo es rock flamenco junto a Ramón García. En Espartero, «con del Gastor como músico residente, rodeado de las estrellas del momento como Joselero de Morón, Juan Talega o Perrate de Utrera», Pohren contribuyó definitivamente al estreno internacional del flamenco, asegura García. «Decenas de jóvenes estudiantes de flamenco leyeron el libro e hicieron las maletas» hacia Morón, escribe Brook Zern, flaminólogo freelance (según su propia descripción) en Flamenco Project, un proyecto de recuperación fotográfica de la época que coordinó Steve Kahn -otro habitual de la granja en los años 60-, hacia 2009. Como tantos, Zern sucumbió a la mística de Gastor, a su capacidad para comunicar con la guitarra -la «caja litúrgica», la llamó Federico García Lorca- la amplitud emocional del flamenco que va del sufrimiento y la pena más negra a la alegría por bulerías. También vivió Estela Zatania, una neoyorquina que formaba parte del circuito folk de la ciudad hasta que escuchó al guitarrista Sabicas. «Fue él quien iluminó mi alma. Nunca había sentido tanta belleza en un sonido musical», confiesa al teléfono desde Jerez. Fue ella quien cuando aún vivía en Nueva York antes de venir a vivir a España ayudó a Pohren en la distribución de sus libros en Estados Unidos. «Muchos dicen que para ellos fue como leer la Biblia. La gente no sabía nada de ese arte y el libro fue decisivo en el desarrollo del flamenco», según Zatania, una de las artistas en la recuperación de la obra de Minnesota. Ocurrió en septiembre de 2011, en el primer Festival Flamenco en la Frontera, celebrado en Morón, cuando pronunció la conferencia Efecto Pohren. «Los primeros en llegar a la finca fueron beatniks, músicos académicos, gente del teatro o de la danza que querían conocer y aprender el flamenco de verdad», explica Fran G. Matute, el autor de esta ocasión. Otros llegaron desde lugares más alejados. Por ejemplo, el dibujante, ilustrador y escritor Nazario conoció esta escena como profesor en Morón, y el guitarrista y cantaor Toti Soler llegó desde Barcelona. «Yo no conocía el flamenco, sólo conocía lo más comercial, como Lola Flores, etcétera. Pero me enamoré de la sintonía de un programa de Televisión Española que se llamaba Rito y de la geografía del cante, y luego descubrí que era la guitarra de Diego del Gastor», explica Soler. Esa melodía le llevó a Morón, donde pasó el invierno de 1972, cuando los becarios beatniks que se instalaban allí meses o años para aprender a tocar la guitarra, cantar o bailar fueron sustituidos por hippies que sólo pasaban por allí. «Pensé que iba a un pueblecito perdido, y me encontré con un lugar que me recordaba a Ibiza», recuerda el guitarrista catalán. Incluso Pohren estaba asustado por el impacto de su invento. «Nunca hubiera imaginado que habría tantos forasteros deambulando por el pueblo en busca de marcha. Llegó a ser francamente abrumador, y arruinó precisamente el ambiente del que estaba escribiendo», admitió en una entrevista. Ni’managers ‘ ni dinero ha pasado más de medio siglo, pero Toti Soler aún recuerda muy bien a Diego. «Tenía una gran personalidad. Y no era profesional. No quería hacerlo. Vivía la música, no la música. Nada que ver con los managers ‘ roll, con lo de los bolos», dice. Gastor era un faro de luz, casi un gurú. «Su absoluta indiferencia por el dinero y los bienes materiales estaba a veces enraizada en el desprecio», escribe Pohren en Arte flamenco. Era una posición vital, casi una afirmación política. «La raíz anarquista en Diego estaba muy presente, tiene que ver con sus maneras, su forma de ver la vida. Era muy independiente. Una vez, en una fiesta de señoras, sacaron un paquete de cigarrillos Camel y se pusieron a fumar -entonces era lo más- y Diego dejó de tocar y dijo», ¿Qué pasa, los gitanos no fumamos? «Y se levantó y se fue», cuenta Orihuela. Y continúa: «Le volvieron a llamar del Alcázar de Sevilla para una fiesta con un gerifalte franquista, y él la rechazó diciendo: «No puedo, que he quedado con unos amigos para hacer una sardinada ese día». En Morón aquellas visitas de jóvenes de todo el mundo eran un sueño cálido, un cambio de vida que traía atención, dinero y aire fresco. Pedro Luís Vázquez era un adolescente cuando todo aquello ocurrió. «Venía gente progre, gente que estaba en contra de la guerra de Vietnam y tenía mucho interés en conocer la cultura flamenca y a Diego», explica Vázquez, autor de La edad de oro del flamenco en Morón de la Frontera (1960- 1970). Estas visitas «fueron una cosa muy llamativa, una revolución», dice Vázquez, que se vio embellecida por la simbiosis entre la cultura gitana y la cultura beatnik, y luego la hippie. En Espartero había muchos juegos que a veces duraban días. Todo el mundo buscaba el momento sublime que siempre se produce cuando se suma el arte de la gente que canta y baila junta, toca la guitarra y se deja llevar con la ayuda del alcohol y el calor de la gente. «Pohren lo entendió. Casi como un ritual de tipo casi religioso. En Espartero se vivieron más de 400 partidos. Y es que para que el duende resucite el alcohol tiene un papel fundamental. Algo así como una rave, en busca de un éxtasis místico», dice Orihuela. Contra lo que se cree todo esto se vivió a espaldas de la base militar de Morón. «No hay ninguna relación con la base. Estaba a pocos kilómetros, y era inmejorable, no solían caminar. De hecho, Morón vio panfletos contra los militares que decían ‘yankies go home’, explica Matute. En 1973, rechazando el dinero, la fama y las giras, Diego murió y, sin él, Pohren decidió no continuar. Pero el toque de Diego del Gastor, una especie de superpoder que dejó a muchos paralizados y llorando, empezó a extenderse por todo el mundo». Eso es muy complicado para mí, dicen», dijo una vez Paco de Lucía refiriéndose al arte de Dieg. El amargo camino que dibujaron Pohren y Gastor sigue existiendo muchos años después. Gervasio Iglesias, director de la documentación Underground. La ciudad del arco iris (2003), que retrata el movimiento contracultural sevillano de los años 60 y 70, se muestra optimista: «Todo esto sigue totalmente vivo. Él abrió la puerta para que otros entraran y cambió la música de nuestro país. El flamenco tiene una métrica muy compleja y siempre está en evolución». En cualquier caso, es legión la que sigue buscando ese momento de plenitud que sólo una guitarra y una voz humana pueden dar. «El flamenco a veces pica hondo, y no se puede vivir sin él», advierte Zatania. Estamos en camino.

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En la música, hay cruces de caminos en movimiento que se alternan entre destinos. Kiko Veneno, el hijo musical de Sevilla, mencionó hace unas semanas que fue en California donde desarrolló su pasión por el flamenco. En una finca de sol y agua de piscina llamada Espartero en Morón de la Frontera, el enigma que oculta tal afirmación esconde un enigma. El norteamericano Donn E. Pohren estableció allí a mediados de los años sesenta y hasta poco antes de la muerte del dictador, con el apoyo del excelente guitarrista Diego del Gastor, una hospedería que proporcionó la experiencia de profundizar en la cultura flamenca en su hábitat natural sin pintoresquismos ni banalizaciones. Seguir leyendo.

 

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