La diversidad afectiva desde el amor a la tradición y a la vida rural se expone en Rodrigo Cuevas, Dulzaro, Davide Salvado, Juanjo Bona, o Mondra, Dulzaro, Dulzaro, o Rodrigo Cuevas.
Allá por 1999, al calor de la desconsiderada y colosal repercusión de su disco Tierra de no man (800, 000 copias vendidas), el gailer electrónico asturiano José Ángel Hevia hizo una elocuente reflexión sobre el atuendo y las actitudes estéticas de los músicos de filiación tradicional. «Los folkies tenemos que cuidar más nuestra imagen. Muchos artistas siguen respondiendo al arquetipo del hombre con barba y jersey de pico», afirmó. Un cuarto de siglo después, la situación en este sentido ha experimentado un giro copernicano, pero la sacudida de los armarios no sólo ha sido literal, sino también metafórica. La generación que toma el testigo de Hevia, Carlos Núñez, Brigorüetto, Budiño o Luar na Lubre no sólo exhibe poses audaces, atrevidas y transgresoras, sino que se ha convertido en paradigma de la diversidad afectiva y plataforma de expresión y visualización del colectivo LGGBIQ +. Los taparanietas de nuestros músicos de aldea y de tantos cantores y cantoras anónimos que transmitieron y conservaron todas aquellas colas de origen secular y valor incalculable son hoy orgullosos artistas que se muestran tal y como son, sin amages. lleva un mensaje de tolerancia y de futuro desde un ideario tradicional. Una imagen de Mondra de 2025. Sofía TaboadaEl caso más visible y paradigmático es el del asturiano Rodrigo Cuevas, un emblema que ha sabido integrar la tonada asturiana, el revestimiento sonoro de la electrónica y un concepto escénico que abarca la imaginería agraria, el cabaret y la parafernalia folclórica. Pero Cuevas (Premio Nacional de Músicas Actuales en 2023) no está solo. Los folcloristas gallegos Davide Salvado y Mondra, los zamoranos Ringorrango -con un matrimonio masculino entre sus miembros-, el vallisoletano Dulzaro o el aragonés Juanjo Bona coinciden en tiempo y lugar como artistas arcoiris que proceden, o al menos se inspiran, en la cultura rural y tradicional para desarrollar su propio discurso musical. Y a la nómina podemos añadir el nombre de Álvaro Lafuente, alias Guitardinalafuente, de origen turolense e inspiración igualmente terruñera, aunque en su caso haya derivado en un sonido con menos trazas folclóricas e indisimulada carga homoerótica en sus videoclips. Dulzaro (Valladolid, 31 años), nombre escénico del cantante, pianista, compositor y productor Alberto Domínguez Buitron, es un buen ejemplo de artista que ha ido reduciendo a años cualquier tipo de vestuario. El firmante del reciente Ícaro, un rutilante primer elepé de folktrónica con fuerte aroma español, suele lucir faldas y otras prendas de corte femenino, además de reivindicar con su denominación artística un instrumento tradicional no pocas veces denostado. «El dulzain tiene un sonido muy identitario», argumenta. «Fue concebido para la plaza, la calle y el baile, tiene demasiado volumen en lugares cerrados, necesita muy buenos pulmones y oído. Y siento que me va a acompañar toda la vida». Y así, presumiendo de sonidos «viejos» y hasta estigmatizados, Alberto / Dulzaro ha sido capaz de erigir coqueteos musicales tan suculentos como el de A Taveradorite, donde él y el coruñés Mondra intercambian piropos y no requieren tangencial. «Una jota, dos muñecas y tres jarras te canté / Toda la noche bailamos y me enamoré de ti», dice uno. «Como tú eres tan gallega y yo tan española / envidia nos das cuando vamos de la mano», responde la otra. «Me encantó la idea de expresar un amor que también se da en los pueblos», destaca la nueva sensación del folclore vallisoletano. «Todos sabemos que la comunidad LGTBI está muy asociada al éxodo a las grandes ciudades, pero yo quería aportar un ápice de esperanza, mostrar con un poco de comedia que en los pueblos también viven con naturalidad parejas de chicos o chicas sin que nadie los juzgue». Y sin tener que huir a Madrid o Barcelona, que es muy triste». Desde el municipio coruñés de Teo, el cantante, bailarín y pandereteiro Martín Mondragón (Mondra, 26 años) toma el testigo al finalizar su segundo ciclo de Mayo, un trabajo temático sobre «el arte de la seducción» que califica de «personal, íntimo, irreverente y desenfadado». Martín recuerda que en todas las canciones e imaginarios populares, las referencias a otras identidades sexuales han sido «constantes». «Eran relojes cantados en la intimidad, con un tratamiento marginal. Lo interesante es que ahora nos hemos reapropiado de ellos, les hemos dado un nuevo sentido y les hemos quitado esa connotación de tabú que muchas veces tenían en origen». En su caso, percibe una «relación muy poderosa» entre el amor por el folclore y la homosexualidad. «Vivir en este mundo con una identidad de género distinta a la heteronorma es un acto de resistencia en sí mismo», argumenta, «y también lo es la elección de cantar los rollos de pueblos minoritarios en lenguas minoritarias». Son, en ambos casos, actos de disidencia». Mondra no se ciega a ninguna idealización de los entornos rurales, «donde, por razones obvias, aún queda mucho trabajo por hacer», pero matiza: «Al mismo tiempo creo que es un mundo muy agradecido, con identidades diversas, y la única manera de normalizarlo es habitando el mundo rural desde la diversidad». Por eso se muestra orgulloso de su creciente influencia como «referente escénico queer», ya que todo artista, añade, «debe ser consciente de la importancia de transformar la realidad a través de su pequeña plataforma». Es la misma posición que siempre ha mantenido el más populoso Rodrigo Cuevas (Oviedo, 39 años), un folklorista de mirada panorámica que se autodefine como «moderno de pueblo» y que ha convertido en lugar de peregrinación la aldea de apenas 15 habitantes donde reside, en el ya aislado concejo oriental asiático de Piloña. Su salto a la vida rural, hace una década, fue certero. «Me presenté uno a uno a los seis vecinos que encontré», rememora, «planté una bandera arco iris en la puerta de mi casa y empecé a trabajar en mi primer disco». Karmento, en una imagen de 2024. Nadie torció el morro en Piloa, según Europa Press News (Europa Press via Getty Images). Y si lo hizo, se habría disfrazado muy bien. Por el contrario, cada vez que se celebra un concierto importante en tierras asirias, las parroquias fletan un autobús para asistir desde las primeras filas al espectáculo de su vecino más ilustre. Incluso alguna de ellas ha mantenido conversaciones muy cómplices con el autor de álbumes como manual de cortejo o manual de romero. Sobre todo, aquel «mayor de setenta años» que vino a decirle que tenía que «guardar las apariencias» y casarse con una mujer «en el transcurso de su juventud»»Luego se fue de emigrante a Amsterdam para vivir con naturalidad su condición sexual. Son ejemplos de regresión que no nos podemos permitir de ninguna manera». A Rodrigo Cuevas tienden a verlo como un pionero en esto del folk que ha salido del armario para no volver a pisarlo, pero unos años antes hacía de las suyas el cantante y bailarín Davide Salvado, un pontevedrés de Marín que acuñó el término «agrogay». En 2015 se remonta a su composición Muiñeira Maronda, un inconfundible ritmo tradicional que se convirtió en un relato muy moderno del cruising, el litio anónimo al aire libre. Allí cantaba, en gallego y con intensa sensualidad: «Sólo el que se pierde se canta, y sólo el que se pierde se pierde / entregado su cuerpo en el bosque entre hombres que se aman». Salvado, folclorista y criador de equinos, hombre «frívolo y místico a la vez», prescinde por un momento de la caballería para responder al teléfono desde Liulfe (Palas de Rei), la remotísima aldea del interior luense donde estableció su morada hace veintitantos años. «La conexión entre el folclore y otras orientaciones sexuales no es una coincidencia, sino la consecuencia natural de algo más profundo. Cuando vives conectado con la tierra, con la tradición y con lo auténtico, también conectas contigo mismo. El folclore, lejos de ser un disfraz, te lleva a lo esencial, y desde ese lugar es difícil sostener máscaras. Muchos de los que trabajamos con música de raíz lo hacemos desde la verdad, y eso incluye mostrarnos como somos. La coherencia vital que no permite hallazgos». Savado se siente orgulloso de la proliferación de artistas del colectivo, porque entre todos construyen una realidad cotidiana que ya no necesita ni siquiera discursos militantes. «Cuando las personas LGTBI nos situamos ahí, sin escondernos, en realidad estamos diciendo que también somos parte de la tradición y herederos de la memoria. Cuando eres parte visible del colectivo, cantar una copla, una raqueta o una canción de vendimia equivale a reescribir la historia desde dentro, sin pedir permiso». ¿Y el machismo? «Claro que hay mentalidades cerradas en el pueblo, pero no más que en otros ambientes», rebate. Y tiene sentido: «De hecho, he sentido muchas veces más prejuicios o incomprensión en ciertos sectores del colectivo LGTBI más intelectualizados o urbanos que entre los propios vecinos del pueblo». Hoy me expreso como una aldeana más, con la certeza de que en el campo hay muchas formas de sabiduría, respeto y convivencia que muchas veces se infravaloran desde fuera». La albaceteña Carmen Toledo (Bogarra, 43 años), sexóloga en ejercicio desde 2001, es cantante, compositora y folclorista. Muy popular como fue al Benidorm Fest en 2023 con Quor y duelo, Toledo ha reflexionado mucho sobre las conexiones entre arte, sexualidad y medio rural, y se confiesa «emocionado» con un panorama que, más que novedoso, es a su juicio una «revolución». «La cultura siempre ha sido un espacio para la expresión de la diversidad», apunta, «pero ahora se ha convertido en un referente para que la sociedad aprenda a celebrar la diversidad como un valor positivo y bello, no como un castigo que merece ser ocultado». Y en su opinión, gran parte del cambio proviene de un factor casi sociológico que empezó a fraguarse hace nada menos que tres décadas. «Con la marcha de las familias a las ciudades y la incorporación de la mujer al trabajo, los matrimonios necesitan más que nunca la red de abuelos, abuelas e incluso tíos y tías. El encuentro del nuevo folclore con la raíz viene de ahí, de los nietos criados muy cerca de sus abuelos y que han aprendido el cuidado, el reconocimiento y el respeto por lo que te precede». Todo esto es mucho más evidente entre los artistas masculinos, ya que el ámbito lésbico, según la experiencia de trabajo de Karmento, «permanece en un lugar semioculto y semiestable en cuanto a su exposición pública». Los chicos, en cambio, han conseguido canalizar a través del arte «ese momento tan bonito de la masculinidad gay en el que cualquiera es libre de expresarse como quiera, también pintándose los ojos, poniéndose flores en el pelo o teniendo un bolígrafo, porque cuentan con el apoyo de gente que les quiere y está dispuesta a luchar por ellos». Y añade: «Es cierto que en los pueblos hay una norma heredada en cuanto a heterosexualidad, familia nuclear o monogamia permanente, pero el sentimiento de pertenencia también es muy fuerte. Por eso, si Manuel es maricón o a Lucía le gustan las chicas, no pasa nada, aunque sigue habiendo dificultades para expresarse públicamente». Rodrigo Cuevas durante su presentación en la inauguración de la Feria Internacional del Libro de Guadalajara, el 30 de noviembre de 2024Nayeli CruzLos ejemplos ahora no hacen más que multiplicarse. Con sus apenas 21 años de edad, el zaragozano Juanjo Bona ha situado a su pequeño pueblo de Magallón (1, 050 habitantes) como epicentro inspirador y creativo de Recardelino, un debut discográfico muy reciente en el que aplica las enseñanzas de la jota -hace un par de años ha arrasado en el Jotalent de Aragón Televisión-, una canción de autor bisonte y sentimental en la que la elección de pronombres siempre deja claro que los destinatarios de sus amores y desamores también son masculinos. Su televisado noviazgo con Martín Urrutia, también concursante en la edición 2023 de Operación Triunfo, hizo correr ríos de tinta, pero más llamativa es, en realidad, la progresión estilística de un chico que se presentó a la tele proclamando su devoción por David Bisbal o Luis Miguel y que «renegó» de la música tradicional antes de entender que formaba parte de su «esencia». El folk sin miedo al qué dirán es ya, por lo que se ve, una realidad imparable. Y en esta tesitura es imposible no acordarse del maestro Eliseo Parra (Sardón de Duero, Valladolid, 75 años), indiscutible pionero peninsular y profesor de canto y percusión de cientos de jóvenes artistas, entre ellos el propio Rodrigo Cuevas. Hace dos años, cuando anunció su retirada de los escenarios, Parra explicó en EL PAÍS que nunca había ocultado a nadie su condición sexual porque no había sufrido ningún rechazo en el ámbito cultural o campestre. «Me fui de casa a los 18 años -explicaba- y nunca tuve fama de ser como soy. Cuando salía el tema de las novias en alguna conversación, simplemente advertía con toda naturalidad:» ¡Soy maricón! » Algo que, como la música tradicional, existe para siempre y nos sobrevivirá de por vida. La rebelión del rock hizo aguas frente al arcoirisTambién el papel del rock y las demás expresiones de la música popular tardaron mucho en asumir la homosexualidad. Más allá del clamoroso contraejemplo de Little Richard, los artistas homosexuales o cómplices de la causa arcoiris tuvieron que conformarse con la insinuación tácita o la connotación para las mentes cómplices. Richard aparece merecidamente en la portada de El público secreto. How the LGBTQ + aesthetic shaped pop culture: 1955-1979 (ACE Records), un reciente y fabuloso doble CD en el que el septuagenario escritor, crítico y presentador de televisión Jon Savage recorre esta amarga y fascinante historia a lo largo de 41 canciones. Dos horas y media en las que pasamos del recato pudoroso de los pioneros a la gran eclosión de la música disco, con himnos tan clamorosos como I was born this way, de Carl Bean. En el cancionero sólo hay sitio para dos canciones rescatadas de los años cincuenta: la adelantadísima Tutti-frutti, de Little Richard, y Esquerita y la voola, de aquella Esquerita aún más explícita, manierista y escandalosa que él. De Joe Meek, Billy Fury o Frank D’Rone pasamos a los sesenta, una década de esplendor musical en la que el armonioso público homosexual tuvo que conformarse con la insinuación. La maravillosa Lesley Gore (It’s my party, You don’t own me), tardó años en desvelarse como lesbiana, mientras que la extraordinaria cantante Norma Tanega, que vivió un intenso romance con Dusty Springfield nunca despegó del underground. Todo sería muy diferente en cuanto las gigantescas bolas de espejos empezaran a girar y por las cabinas de los pinchadismos, desfilaran LaBelle (Lady Marmalade), Grace Jones (I need a man), Michele (Disco dance), o Sylvester (I need someone to love tonight). Pero en realidad, hasta la llegada del efímero e infeliz Jobriath (I’maman, 1973), un pionero que pagó su valor explícito, no era fácil contar pasiones amorosas entre dos hombres, y mucho menos entre dos mujeres.
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Allá por 1999, al calor de la desconsiderada y colosal repercusión de su disco Tierra de no man (800, 000 copias vendidas), el gailer electrónico asturiano José Ángel Hevia hizo una elocuente reflexión sobre el atuendo y las actitudes estéticas de los músicos de filiación tradicional. La gente debe cuidar más su imagen. Muchos artistas siguen respondiendo al arquetipo del hombre con barba y jersey de pico», añadió. «Seguir leyendo La rebelión del rock hizo aguas frente a los arcoirsTambién el papel del rock y las demás expresiones de la música popular tardaron mucho en asumir la homosexualidad. Más allá del clamoroso contraejemplo de Little Richard, los artistas homosexuales o cómplices de la causa arcoiris tuvieron que conformarse con la insinuación tácita o la connotación para las mentes cómplices. Richard aparece merecidamente en la portada de El público secreto. Cómo influyó la estética LGBTQ + en la cultura popular: 1955-1979 (ACE Records), un reciente y sorprendente doble CD, presenta al septuagenario escritor, crítico y presentador de televisión Jon Savage explorando este ominoso y fascinante relato a través de 41 canciones. Dos horas y media en las que pasamos del recato pudoroso de los pioneros a la gran eclosión de la música disco, con himnos tan clamorosos como I was born this way, de Carl Bean.. En el cancionero sólo hay sitio para dos canciones que se salvaron de los años 50: las muy desarrolladas Tutti-frutti, Little Richard y Esquerita y la voola, que Esquerita era aún más explícita, manierista y escandalosa que él. Entramos en los años 60 de la mano de Joe Meek, Billy Fury, o Frank D’Rone, una década de reno musical donde el armonioso público homosexual tuvo que conformarse con la insinuación. La maravillosa Lesley Gore (It’s my party, You don’t own me) tardó años en desvelarse como lesbiana, mientras que la extraordinaria cantante Norma Tanega, que vivió un intenso romance con Dusty Springfield nunca despegó del suelo.. Todo sería muy distinto en cuanto las gigantescas bolas de espejos empezaron a girar y por las cabinas de los pinchos desfilaron LaBelle (Lady mermelada), Grace Jones (I need a man), Michele (Disco dance), o Sylvester (I need someone to love tonight). Sin embargo, era difícil distinguir las pasiones amorosas entre dos hombres, y mucho menos entre dos mujeres, hasta el efímero e infeliz Jobriath (I’maman, 1973), un pionero que pagó por su coraje explícito.