El Shostakóvich público y el privado chocan y se dan la mano en Leipzig

El festival de la Gewandhaus, dedicado al compositor ruso, da acceso a sus cuartetos, canciones, conciertos y sinfonías, sacando a la luz sus contradicciones y luchas por sobrevivir como artista en la Unión Soviética sin traicionarse a sí mismo.

  

Las omnia operaciones de Dimitri Shostakovich ocupan la friolera de 150 volúmenes en la nueva edición crítica de sus obras. Fue un creador feroz, incansable, volcánico, que cultivó todos los géneros y del que el aficionado medio sólo conoce una ínfima parte de su producción, a pesar de que las más desconocidas son obras maestras como las dos bandas sonoras que firmó para Hamalty Rey Lear, ambas dirigidas por Grigori Kózintsev (con el que empezó a colaborar algo más de veinte años en Nueva Babilonia) y enmarcadas en la etapa finalísima del compositor ruso, que pondría música a otras 34 películas. Más información, los trascendentesSí son más accesibles su sección camerística, que ha sonado o va a sonar casi completa antes de que termine el domingo el gran festival organizado por la Gewandhaus, o, por supuesto, la sinfónica o concertante, que ha sido programada en su totalidad, así como una selección representativa de otra parcela habitualmente preterida -las canciones- en la que el autor de La nariz nos regaló colecciones de altísima calidad y cuyo semioblivismo sólo puede atribuirse al hecho de que todas ellas están basadas en poemas rusos o traducidos como el caso del Soneto, 66 de Shakespeare en la versión de Boris Pasternak, cuya tercera estrofa tan bien refleja la situación de facto en la Unión Soviética estalinista: «y el arte aprisionado por la autoridad, / y a la cabeza del talento un doctorzuelo, / y llamar idiota a la verdad, / y el bien al mando de un capitante». La música que diseñó para ellos Shostakóvich ilumina los versos con golpes de campana. Las sinfonías y los cuartetos de cuerda, sus dos géneros más conocidos y difundidos, discurren en paralelo, pero sin intersecciones. Tampoco coinciden exactamente los periodos de creación de unos y otros: 1925-1971 para su producción sinfónica y 1938-1974 para la cuartetística, con dos pequeñas pero significativas lagunas en ambos extremos. En el género camerístico no se repite -y no es casual- ninguna tonalidad, mientras que hay sinfonías (la Cuarta y la Octava, la Tercera y la Novena, la Quinta y la Undécima) que comparten la misma tónica, y no sólo eso. Ambos grupos de obras presentan, por cierto esta vez, una coincidencia numérica. Ignoramos si tenía previsto seguir componiendo más sinfonías después de la Cuarta. 15, pero podemos estar seguros de que, si hubiera sobrevivido al cáncer de pulmón que acabó con su vida en 1975, Shostakóvich habría seguido creando cuartetos de cuerda, al menos hasta veinticuatro, para completar el círculo perfecto en las doce tonalidades mayores y menores, como hizo su principal referente, Johann Sebastian Bach, en La clave bien temperada, colección emulada a su vez en sus propios Preludios y Fugas op. 87, que interpretará íntegramente el viernes Yulianna Avdeeva en la Gewandhaus. Anna Rakitina dirigiendo la sinfonía 1 de Dmitri Shostakovich el jueves por la mañana en la Gewandhaus de Leipzig. Gert Mothes (Gert Mothes) Tomando los gruesos cristales de sus sempiternas gafas de miope como la barrera que separaba simbólicamente al compositor del resto del mundo, podría decirse que todos los cuartetos surgen de su interior, como si no tuvieran otro recipiente que él mismo y su conciencia, mientras que varias de las sinfonías son el resultado de su condición de artista oficial, que le obligó a ejercer de notario de la Revolución, para dar cuenta de sus propios logros físicos y espirituales. Sólo cuando renunció a ello -como en la despiadada reflexión sobre la muerte que impregna los Compases de la Sinfonía núm. 14, que se escuchará en Leipzig en el concierto de clausura del doming- consiguió hacer de la orquesta un gran cuarteto, sólo cuando logró mantenerse impoluto incluso en presencia de circunstancias extramusicales -Cuarteto núm. 8, compuesto sobre la antigua devastación de Dresde y dedicado «a las víctimas del fascismo y de la guerra», es la presencia del motivo D-S-C-H (Re- My bemol- Doiya), formado por las iniciales de su nombre y la notación musical alemana, es decir, él mismo hecho suyo, como siempre había sido hecho suyo, como había hecho con su propia música. En algunas de sus sinfonías, en otras palabras, Shostakóvich se vio obligado a ocultar, a fingir una voz que no era la suya. En sus Cuartos, sin embargo, no pudo ni quiso, y todas ellas están escritas siguiendo la estela, por supuesto, de los Cuartos de Beethoven, su modelo inequívoco, con el que comparten muchos elementos en común. Del mismo modo que el compositor alemán se despidió del mundo con la Cavatina del Cuarteto op. 130, con el canto de agradecimiento a la divinidad de un convaleciente del Cuarteto op. 132, con la música visionaria y desenfrenada de la Gran Fuga, Shostakovich también dejó en manos del cuarteto de cuerda las diversas entregas de su propia despedida. Es aquí, más que en ninguna otra parcela de su catálogo, donde el ruso es hijo putativo del alemán, cuyo retrato colgaba en un lugar preferente de su estudio moscovita. Andris Nelsons dirigió la Sinfonía nº. 2 de Dmitri Shostakóvich a la Orquesta del Festival. Gert MothesCon excelente criterio, la Gewandhaus ha confiado esta integral al Cuarteto franco-belga Danel, que ha tomado el testigo de las agrupaciones que históricamente se han impuesto casi la misión apostólica de difundir y dar a conocer esta música: los Cuartos Beethoven (que estrenó muchas de ellas), Borodín y Fitzwilliam. Sus interpretaciones aquí en Leipzig están teniendo un efecto catártico en el público, y a los largos silencios tras los últimos compases siguen crecientes muestras de entusiasmo: esta música llega, y de qué manera, a quien la escucha con atención. No sólo el más conocido Cuarteto núm. 8, que tocaron el sábado pasado, sino obras tan escurridizas como el Cuarteto nº. 14 o el casi evanescente Cuarteto n. º 7, que parece escurrirse entre los dedos, ambos interpretados el jueves. El Danel ha tocado tantas veces toda la colección por todo el mundo (ahora ha introducido el aliciente de presentarlos juntos y alternativamente con los de Mieczysław Weinberg, amigo de Shostakovich) que los tiene profundamente interiorizados. El primer violín, que se encoge, se estira, se alarga, gira, se mueve o recita en su silla, es poco frecuente, a pesar de su admirable utilización de un repertorio técnico y tímbrico inagotable. Sus versiones son, en apariencia, asépticas, sin excesos dinámicos, sin aspavientos innecesarios. Un pasaje del último movimiento del Cuarteto No. 14, en el que los diseños de dos, tres o cuatro notas son muy breves, y a su vez entre los cuatro instrumentos, da una idea cabal de la homogeneidad de sonido, golpes de arco y dinámicas que es capaz de conseguir el Cuarteto Danel, cuyas versiones se benefician también de su extraordinaria visión de conjunto tras la experiencia de haber ofrecido tantas integrales. Shostakovich escribe indicaciones attacca entre los movimientos con una frecuencia que invita a considerar cada uno de los 15 cuartos como un todo indivisible. Y nadie es hoy capaz como el grupo franco-belga de imprimir esa unidad a cada una de las obras y, ampliando el arco, a todas ellas. Los aplausos al final de sus conciertos parecen no querer acabar nunca. La aparición de la Gewandhaus de Leipzig el jueves por la mañana, cuando las tres primeras sinfonías de Dmitri Shostakóvich. Gert MothesLas sesiones dedicadas a las canciones el lunes y el martes también habrán sido reveladoras para muchos. No fue una integral, pero no podía faltar ninguna de las seis colecciones que se han programado: por su ambición, de poesía popular judía, por su emoción, los Seis poemas de Marina Tsvetáieva, por su perfección y originalidad, los Siete romances sobre poemas de Aleksandr Blok, por su carácter terminal, la Suite sobre poemas de Michelangelo Buonarroti. Además del mordaz Shostakovich de las Sátras op. 109 y esa joya juvenil que son las Romanzas sobre textos de poetas japoneses op. 21. Y hubiera sido muy pertinente en el contexto de tan desafiante festival incluir en un epílogo la pequeña joya titulada Prólogo a la colección completa de mis obras y breves reflexiones en relación con este prólogo, una canción de menos de tres minutos en la que su autor se burla de todas sus distinciones oficiales: «Y aquí está la firma: Dmitri Shosakovich». En medio de una de sus frecuentes y recientes depresiones, el compositor ruso siguió el ejemplo de Britten al decidirse a poner música a varios poemas de Miguel Ángel, aunque el británico lo había hecho en un momento muy distinto de su vida, al comienzo mismo de su larga relación con el tenor Peter Pears, poco después de iniciar su estancia en Estados Unidos huyendo de la Segunda Guerra Mundial. Shostakovich no se sentía atraído con seguridad por el componente homoerótico de muchos sonetos (como los siete seleccionados por Britten), sino más bien por ese lado trágico y pesimista, cuando no abiertamente fanático, en el que Hugo Wolf también se había sentido reflejado en el compás final de su cordura. Durante la composición había tenido en mente la voz del gran bajo Yevgueni Nesterenko, que la estrenó. No puede ser casual que las dos últimas canciones se titulen «Muerte» e «Inmortalidad», lo que invita a pensar que el compositor establecía un vínculo personal con el gran artista italiano: los genios mueren, sí, pero sus obras sobreviven y son inmortales. A pocos sorprenderá que, en el estreno, Shostakóvich eligiera varias romanzas de Mijaíl Glinka y las Canciones y danzas de la muerte de Modest Musorgski para completar el programa. Parte de la sección de viento de la Orquesta del Festival (formada por jóvenes instrumentistas de la Sinfónica de Boston y la Orquesta de la Gewandhaus) en el concierto del pasado jueves. Gert MothesLos cantantes han sido elegidos en Leipzig con excelente tino: la soprano Elena jina, el Torden, el Torden de la Gündandan, el Tordan, el Torden de la Torden de la Günkandan, el Torden de la Torden de la Torden, y el Torden de la Torden de la Torden. Al piano, siempre Elena Bashkirova, aunque no sea probablemente el repertorio que mejor conoce y que es mejor camerista que pianista con cantantes (siempre una raza aparte, musicalmente libre). El más artista en todas sus intervenciones, a dúo o en solitario, fue el ucraniano Bogdan Volkov, el inolvidable Ferrando del Cosí fan Tuttemontado in extremis en Salzburgo el año de la pandemia y el Príncipe Guidón en el reciente y modélico montaje de El cuento del Zar Saltán en el Teatro Real. Si sigue su trayectoria ascendente, está llamado a ser un tenor de referencia en los repertorios que mejor presumen de su voz. Prudénskaia impresionó por su genuina voz oscura y su profunda expresividad, un punto distante. Stijina, con una voz prodigiosa, ofreció su mejor versión en las Romanzas sobre poemas de Blok, obra que no pudo estrenar por las secuelas de su primer infarto y que fue sustituida por el citado Mieczysław Weinberg (junto a, ahí es nada, David Oistraj, Mstislav Rostropovich y Galina Vishnévskaia). Las dos evocaciones de St. Petersburgo o la última canción, la única en la que participan los cuatro intérpretes (con el concertino y el solista de violonchelo de la Orquesta de la Gewandhaus, Sebastian Breuninger y Christian Giger), y en la que la música parece el único refugio, el único consuelo posible en medio de la adversidad, calaron muy hondo entre el público, que no pudo disfrutar, sin embargo, de un nivel de intensidad en la Suite sobre poemas de Miguel Ángel. Roslavets fue un sustituto de última hora y escuchamos más una lectura a primera vista que una interpretación profunda y llena de matices. En el apartado orquestal, el miércoles por la tarde tuvo lugar el concierto para violín No. 2, una obra hiperlírica que Baiba Skride ha defendido con mucho éxito, y la Sinfonía No. 13, compuesto a partir de poemas de Yevgueni Yevtushenko, uno de los más originales de Shostakóvich, con fuertes dejes de La canción de la tierra, incluida la sobrenatural intervención final de la celesta, que cierra una obra oscura y dolorosa como pocas. Aquí cantó Günter Groissböck, que no parecía estar en su mejor estado vocal, arrodillado por el bajo de tres coros lipsy para teñir de colores oscuros una partitura en la que violonchelo y contrabajos tienen más trabajo que los violines y en la que la tuba tiene también un destacado papel solista. Dirigió con una implicación total en lo que se diluía en esta obra (injusticia, muerte, olvido) un transfigurativo Andris Nelsons, que hizo que la Orquesta de la Gewandhaus, con la Inmaculada Valentia Vesas como solista de oboe, se plegara a sus gestos cada vez más económicos y, al mismo tiempo, más eficaces y musicales. El letón, consciente de que se enfrentaba a una de las obras mayores de Shostakovich, propició al final con sus gestos un largo silencio, imprescindible para asimilar un paseo emocional tan largo (una hora de música sin apenas escapatoria) y tan intenso. Anna Rakitina y la Orquesta del Festival agradecen los aplausos del público tras la interpretación de la Sinfonía nº. 1 de Shostakovich. Gert Mothes (Gert Mothes) Y unas horas más tarde, el jueves por la mañana, festivo en toda Alemania (Ascensión), Nelsons volvió a la carga para extraer toda la buena música posible de dos obras fallidas: Sinfonía núm. 2, muy interesante hasta el famoso toque de sirena en Fa sostenido, pero a partir de ahí corrió y prescindió, y la No. 3, quizá la menos lograda de las quince (en estrecha liza con la duodécima), aunque probablemente necesaria para que nacieran con una fisionomía muy diversa las que vinieron tras ella. El Shostakovich más oficial se aplasta a menudo contra la turbia realidad. Nelsons dirigió ahora la llamada Orquesta del Festival, formada por los jóvenes miembros de la Academia de la Orquesta de la Gewandhaus y de la Sinfónica de Boston, que confirmaron que, también a su edad, nunca se ha tocado mejor que ahora. Y, en uno de los muchos gestos de bonhomía, discreción y generosidad que Andris Nelsons está mostrando estos días, que es también un elenco de humildad en un comercio de egos, tuvo la deferencia de ceder la batuta en la obra mucho mejor del programa, la Sinfonía núm. 1, a Anna Rakitina, una pequeñísima pero excelente directora que, por su aspecto, parecía una alumna más. Esta op. 10 es el debut sinfónico juvenil más temprano y extraordinario de la historia de la música occidental. Terminada a la edad de 19 años, utilizando materiales diseñados durante su adolescencia, Shostakóvich creó aquí una sinfonía tan original y tan perfecta que, de inmediato, consiguió impresionar por igual a Alban Berg, Bruno Mahler, Otto Klemperer o Arturo Toscanini. Tenía sentido confiar su interpretación a jóvenes de su edad, con muchos orientales entre ellos. Si la mayoría de ellos son estudiantes en Boston, como puede imaginarse, Trump conseguirá que se confiesen.

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