La música (no) es cultura

Como devoto seguidor de «Saber y Ganar» y de la idea de que en conjunto ya no sólo «ganemos» en la tele, sino que seamos vistos como personas más o menos cultas, ilustradas o culpables, siempre ha habido algo que me ha llamado la atención.

  

Llevo viendo Saber y ganar desde que el programa empezó a emitirse hace más de un cuarto de siglo. En casa de mis padres, como en tantos otros hogares, no había de qué preocuparse sin que todos sentados frente al televisor, fruta, dulce o café en mano, contestásemos, calculásemos, nos rompiésemos la cabeza con los concursantes, nos cuidásemos unos a otros, nos irritásemos -y a veces nos avergonzásemos- con los demás, discutiésemos la formulación de las preguntas y disfrutásemos de un rato verdaderamente agradable, compitiendo Cuando ocurría que alguien fregaba los platos, preparaba otro café o se disponía a salir a trabajar o a hacer un recado, sonaba el grito de ¡Reto! , votado por uno de nosotros como si estuvieran quemando la cocina o del retrete salía un imprevisto y catastrófico géiser de aguas fecales, hacía aparecer fanfarroneando frente al televisor del salón a los ausentes, tras abandonar repentinamente cualquier actividad. Como he vivido tantos años en el extranjero, tantos otros sin televisión y las plataformas digitales en línea son un fenómeno más bien reciente, saber y ganar era también uno de los símbolos del regreso al hogar familiar. Hoy, en mi propia casa ya hay televisor, y donde viajo tengo internet, así que Saber y ganar puede ir conmigo donde esté, en vivo o en diferido. Digo todo esto, como prolegómeno, porque hay algo que siempre me ha llamado la atención como fiel seguidor de este fenomenal programa a lo largo de tantos años, algo que digo no con ánimo de desacreditar al programa en sí, sino porque es un síntoma elocuente del concepto de cultura que tenemos como sociedad y de la idea que colectivamente nos hacemos de lo que se supone saber, ya no sólo ser menos culto, me refiero a que guionistas y participantes del programa, de diversas edades y generaciones, responden, salvo contadas y honrosas excepciones, al mismo patrón cultural. Si definimos cultura por lo que cultiva nuestra sociedad y si la entendemos como el conjunto de conocimientos que valoramos como el más preciado tesoro humano en el que, consecuentemente, nos educamos, se ve que la música no es cultura. O al menos la música que va más allá de los géneros comerciales que han inundado nuestras vidas en los últimos sesenta años. Más informaciónEl proyecto educativo que llena las aulas de música clásicaCuando se plantea una cuestión sobre instrumentos, formas musicales o reconocimiento de obras de compositores fuera del marco entre Lennon y McCartney y Rosalía, es decir, de músicas que salen del canon mercantilista, la estadística de fracasos es absolutamente contundente y la ampliación de las patadas de auténtico escándalo. La cuestión es que, año tras año, esto sigue siendo así porque el espectador típico del programa, sus guionistas y productores, y una parte considerable de los concursantes no se dan cuenta de esta realidad. La música nunca gana porque de ella no se sabe. Imaginaos la sorpresa y el sonrojo que provocaría que alguien confundiera a Velázquez con Picasso, un soneto en prosa, un balón de fútbol con uno de baloncesto, a Carlomagno con Churchill, la fórmula del amoníaco con la del agua o dijera que el Amazonas está en Escandinavia y el Kilimanjaro en Badajoz. Sin embargo, errores de ese calibre se cometen alegremente día sí y día también al hablar de música, no sólo en este concurso televisivo, sino en múltiples medios y contextos sociales. He oído que Bach suena a vals de Strauss, que un oboe es un idiófono, tardar días en identificar una foto de Brahms, confundir un cuarteto de cuerda con una orquesta sinfónica, a Puccini con Mozart, a Bill Evans con Chopin, a Charlie Parker con un personaje de Marvel, afirmar que el gamelán es un barco y mil lindezas más. No es de extrañar, por desgracia. Cuando cogemos un taxi, viajamos o vamos por la calle, a mi compañero de celda le han dicho que lleva de todo en el maletín: piano, oboe, gaita, guitarrón, hasta una zambomba. He tenido a lo largo de muchos años de carrera profesional la oportunidad de conocer, fascinado, a altos funcionarios, gestores culturales, prestigiosos periodistas, distinguidos profesores universitarios y premiados literas que confundirían a mi primo con un archilaúd. Johann Sebastian Bach. Muchas veces, incluso, volviendo al caso concreto y simbólico de Saber y ganar, los propios presentadores (profesionales que sólo leen un guión, sabios, lo que se dice sabios, no son) participan entusiastas de este calamitoso aquelarre colectivo de ignorancia musical, como cuando hace muy poco se corrigió a un concursante afirmando que lo que estaba escuchando era un concierto de «Piano» de Bach Tamaña burrada sería inconcebible en otras áreas del saber, y es que Saber y Ganar no es más que el producto lógico de un país en el que alguien no puede ser considerado culto (y sería objeto de mofa) si dice que el Palacio Real de Madrid es gótico o si no sabe quiénes son Miguel de Cervantes y Joan Miró, pero no pasa nada si no ha oído en su vida los nombres (ni Victoria y bombardero) de Thomas Nuestra educación, nuestra legislación y nuestras instituciones culturales llevan generaciones devorando la música como disciplina, como actividad profesional y como patrimonio, y nuestra sociedad de consumo no favorece que la identifiquemos como cultura sino como mero producto de entretenimiento. ¿Y qué importancia tiene esto, con la que nos está cayendo? Pues mucha, aunque no lo parezca. La música es la primera expresión de nuestra esencia humana, incluso antes que el habla. El bebé baila y reacciona al canto antes que al lenguaje, aprende palabras con melodías. Si no llega a ser por la música, los antiguos rapsodas griegos habrían olvidado sus historias. Los mitos fundadores de nuestra cultura viajaron a través de la oralidad en la base segura de la música, pues el verso es, al fin y al cabo, puro ritmo. La música es lo primero que nos hace humanos y la música es lo último que nos abandona. Thelonious Monk, al piano, y Charlie Parker, al saxo, en 1953. bob parent (Getty Images) Los pacientes de alzhéimer que han olvidado los rostros de sus seres queridos siguen reaccionando ante las canciones que cantaban de niños o las que en algún momento de la vida les acompañaron de forma especial. La música es la madre de la memoria, el ropaje con el que vestimos el alimento espiritual más básico y transcultural y el tiempo con el que identificamos nuestra humanidad, el síntoma de nuestra existencia. Podemos cerrar los ojos, la boca o contener la respiración, pero no tenemos herramientas para cerrar los oídos sin ayuda externa. Que la música sea tan absolutamente anecdótica en lo que consideramos esencial cultivar como seres creativos y sensibles, en la educación que damos a nuestra infancia y juventud, en lo que valoramos como intelectualmente admirable y legislamos como profesionalmente respetable, es algo neurológicamente trágico y socialmente empobrecedor. Amar la música, practicarla a diario, conocer y valorar sus múltiples expresiones folclóricas, históricas y contemporáneas -y no sólo las que han pasado en el último medio siglo el interesado, reduccionista y empobrecedor filtro comercial de las discográficas multinacionales, Los 40 principales o los algoritmos de Spotify- para entender cómo funciona, cómo se organiza, cómo se crea, cómo se relacionan sus elementos principales (rithmus, melodía, armonía) Pregúntenle a Platón o a Aristóteles, a Kant o a Nietzsche, a Richard Sennett o a Oliver Sacks. La música genera conexiones cerebrales únicas, insustituibles y eficaces terapéuticamente en múltiples tratamientos. Es también una herramienta de transformación social con un impacto revolucionario de probada eficacia, ya que su práctica se basa en el ejercicio colectivo y solidario de una disciplina humana de incalculable valor: la escucha mutua, hoy más necesaria y urgente que nunca. La fuente original de toda música es el silencio, y su materia prima es, más que el sonido, el tiempo. La música, indispensable para la reflexiónEn este mundo dopado de sobrevaloración, con un trastorno de déficit de atención socialmente extendido de forma endémica y preocupante que no nos permite leer ni procesar más que una docena de caracteres y profundizar más allá de un sensacionalismo propio, la práctica musical -como oyente o como intérprete instrumental, aficionado o profesional- nos enfrenta al silencio más auténtico, fuente de todo pensamiento, y nos educa en la escultura íntegra de la sogada. La música nos hace sentir la fragilidad de la existencia, su belleza, su ritmo, su cadencia, y nos obliga, a través de la práctica radical de la escucha, a sentir al otro, a comprenderlo antes que a nada y a activar nuestro sentimiento de comunidad porque nos hace partícipes, intelectualmente apasionantes y corporalmente sensibles, de algo que es mucho más grande que nosotros mismos. Educando en la música, en su herencia cultural, en su diversidad, en su práctica y en su estima, estamos educando a la sociedad en una ética cívica en la que lo primero es la escucha, porque la armonía sólo es posible en colectividad, porque el ritmo implica sincronizarse con el otro, porque la melodía es el canto de la humanidad y porque su danza es, como decía George Steiner, «un pacto inagotable con la alegría y la vitalidad». Por tanto, integrarla cultural y educativamente como disciplina fundamental es sentar las bases de un comportamiento individual -ciudadano y, por tanto, político- capaz de construir un mundo civilizado que respete el silencio, el derecho al tiempo, la fragilidad y necesidad de los matices, la búsqueda de la concordancia entre diferentes, un mundo que entienda que no podemos avanzar solos, que sólo concluyendo con generosidad acciones colectivas y mecanismos de solidaridad y apoyo se pueden alcanzar enormes retos. Así de simple: saber música es ganar en humanidad y ese es, precisamente, el mayor de nuestros retos. Cibrán Sierra Vázquez es Catedrático de Interpretación y Música de Cámara de la Universidad Mozarteum de Salzburgo, Premio Nacional de Música 2018 con el Cuarteto Quiroga y autor del libro El cuarteto de cuerda: laboratorio para una sociedad ilustrada (Alianza).

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Desde que el programa empezó a emitirse hace más de un cuarto de siglo, he estado viendo y ganando. Como en tantos otros hogares, no había de qué preocuparse cuando todos nos sentábamos frente al televisor, fruta, dulce o café en mano, a contestar, a calcular, a rompernos la cabeza con los concursantes, a cuidarnos unos a otros, a irritarnos -y de vez en cuando avergonzarnos- con los demás, a discutir la formulación de las preguntas, a disfrutar de un rato verdaderamente agradable, compitiendo. Cuando ocurría que alguien estaba fregando los platos, preparando otro café, preparándose para salir a trabajar o Saber y ganar fue también uno de los símbolos del regreso al hogar familiar porque he vivido tantos años en el extranjero y tantos otros sin televisión o plataformas digitales en línea son un hecho relativamente reciente. Hoy, en mi propia casa ya hay televisor, y donde viajo tengo internet, así que Conocer y ganar puede ir conmigo donde esté, en vivo o en diferido. Seguir leyendo

 

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