A pesar de una escena de poco vuelo dramático de Andrea Breth, el gran festival de la capital bávara estrena una nueva producción de la obra del compositor francés, que es acogida con entusiasmo por el público mundano más diverso culturalmente.
Durante los ensayos previos al fallido estreno de Pénelope en Monte-Carlo en 1913, Édouard Risler se atrevió a confesarle a Gabriel Fauré lo siguiente: «Su obra perdurará, pero tardará mucho en triunfar». Ni siquiera él podía imaginar hasta qué punto, más de un siglo después, sus palabras seguirían siendo tristemente proféticas. En Alemania, por ejemplo, no se representó por primera vez hasta 2002 (en un teatro de provincias), y en la propia Francia, donde ha sido un título tradicionalmente preterido, arrinconado como una rareza en los márgenes del repertorio, no llegó a la Ópera de París hasta tres décadas después del estreno. Oyendo ahora su música, y constatando el efecto que ha producido en el público que llenaba el sábado en Múnich el Prinzregenteater (un teatro griego absolutamente perfecto para acoger la larga espera de Penélope), es difícil entender el porqué. Fauré comenzó a componer la que es en la seguridad de su única ópera (con sus partes habladas, Promethée, que él mismo describió como una tragédie lyrique, no es realmente así) a la edad de 62 años y absorbido como fue a partir de 1905 por sus deberes como director del Conservatorio, ya que no lo terminó en París. Afrontó el reto de la experiencia y la sabiduría, aunque no fue fácil evitar, por un lado, la herencia wagneriana y, por otro, ya en su lengua y su cultura musical, la revolución que supuso Pelléas y Mélisande de Debussy, una revolución sin posibles consecuencias. En Pénelope encontramos constantes ecos o atisbos de ambos compositores, pero Fauré acaba afirmando su propia personalidad -clásica en lo formal, avanzada en lo armónico- que se reflejó en una partitura única, en la que «canta» mucho más que en Debussy a lo largo de un recorrido dramáticamente más concentrado que en Wagner. No le ayudó un libreto manifiestamente mejorado (de un joven René Fauchois), ni el estreno mal ensayado en Monte-Carlo, ni el hecho de que al celebrado en mayo en París le siguiera pocos días después, también en el Théâtre des Champs-Élysées, el de La consagración de la primavera (el chateau musical de toda la ciudad), pese al inminente estallido de la I Guerra Mundial. Los dioses griegos parecían haberse conjurado contra la durabilidad de Pénelope, que sólo sacaron del olvido en décadas posteriores las voces redentoras de Régine Crespin, Josephine Veasay o Jessye Norman, todas ellas -paradójicamente- grandes cantantes wagnerianas. Brandon Jovanovich (Ulises), arco en ristre con su doble. Al fondo, su madre Euriclea (Rinat Shaham). BERND UHLIGEn una carta dirigida a su esposa unos días antes del estreno monegasco, en la que se implicaba en el triste vaticio de Risler, Fauré le daba crédito con el siguiente argumento: «Es, por desgracia, muy probable que así sea, incluso es seguro, si pensamos en las mediocridades con las que se complace el público, o con las que se complace él». Además de la moda, Fauré componía la música que quería, no la que podía garantizarle un éxito seguro. No es difícil discernir tampoco ecos wagnerianos más allá de los estrictamente musicales, especialmente en el empleo, ya desde el extraordinario Preludio orquestal, de diversos Leitmotiven relacionados con la pareja protagonista y los pretendientes de Penélope («no hay mejor sistema», confesaba lacónicamente por carta Fauré a su esposa poco después de iniciada la composición). Así, por ejemplo, en el segundo acto, Penélope asciende, como cada noche, con Euriclea a una colina para ver si puede ver la llegada de la nave de Ulises, algo muy parecido a lo que hacen Tristán -moribundo- y Kurwenal en Kareol en el tercer acto de Tristan und Isolde. Y este acto tan central de Pénelope se abre con un preludio instrumental en el que se escucha solo el corno inglés, que también tiene un papel esencial en el inicio del último acto del drama de Wagner. Y Penélope es también, sin duda, una hija de Isolda, una mujer llena de pliegues y no una figura de cartón-piedra, como habían sido tantos personajes femeninos hasta la llegada de la princesa irlandesa. También la misteriosa Mélisande o las perturbadas Salomé y Elektra pertenecen al mismo tramo. Porque Fauré no pone música a la Odisea de Ulises, sino que espera a Penélope, convertida en el centro de su lírica. Andrea Breth, gran dama del teatro alemán, parecía una buena opción para contar la historia de esta mujer que se aferra a la fe de que su marido, a pesar de su larguísima ausencia, acabará volviendo con ella algún día, al tiempo que se ve acosada por una serie de pretendientes que intentan convencerla de lo contrario. Firmó un inquietante Jakob Lenz, de Wolfgang Rihm, en el Festival d’Aix-en-Provence de 2019, pero decepcionó en el proceso el año pasado con un montaje de Madama Butterfly intrascendente. La propuesta de Breth, que siempre se ha movido mejor en las zonas de sombra de la psique humana, se desarrolla en espacios minúsculos, en los que los distintos personajes dirían estar atrapados como en Huis clos, aunque haya un tránsito constante a través de puertas que se abren y se cierran. Durante el segundo acto y al principio del primero, sin embargo, vemos un espacio diáfano, el fondo del escenario salpicado de estatuas y torsos antiguos, con el sorprendente toque natural en los dos últimos actos de dos maniquíes de ovejas junto al pastor Eumeo. Lo más discutible, y lo menos eficaz dramáticamente, es el hecho de doblar (o incluso triplicar) a varios cantantes con actores de apariencia similar y edades diferentes, aunque a menudo separando al cantante y a sus sosias y, lo que es peor, entremezclándose entre sí, y situándolos en espacios diferentes, lo que no debe ayudar al espectador (la inmensa mayoría, claro) que ve la ópera por primera vez. Brandon Jovanovich (en el centro, de perfil) junto a su doble y varios de los pretendientes poco antes de morir en el desenlace final del tercer acto de ‘ Pénelope’. BERND UHLIGEs más interesante el toque hejoviano e intimista de la puesta en escena, en la que se desentona ese aire gangsteril de los cinco pretendientes con sus sombreros. Pero Breth acaba, como tantos otros colegas, en el solipsismo, más pendiente como parece de sus propios fantasmas y del encaje de bolillos al que ella misma está condenada (su propuesta inicial le cierra muchos caminos) que de iluminar la obra para los espectadores, que en el caso de Pénelope son casi inevitablemente neófitos. Sin embargo, un espectador veterano que acababa de llegar de Salzburgo (donde saben de música) informó de que acababa de tomar la decisión de que Pénelope se convertiría en su ópera favorita en la etapa final de su vida. Y tan cierto es que la producción de Breth no interfiere en la escucha de la orgullosa música de Fauré como lo hacía muy recientemente para reforzar su intrínseca naturaleza teatral. Ha sido un acierto confiar el personaje protagonista a la mezzosoprano rusa Victoria Karkacheva, poseedora de una voz densa, dúctil y muy bella, perfectamente impecable con la soberana griega de impecable dicción francesa (poco habitual en cantantes rusas). No es difícil augurarle un brillante futuro en los teatros de todo el mundo porque encarna el personaje de Olga en el Yevgueni Oneguin dirigido por Christof Loy tanto en Barcelona como en Madrid, canta como canta y apunta excelentes formas de actriz como señala. En Múnich ha conseguido un éxito rotundo y muy meritorio. A su lado, el veterano Brandon Jovanovich fue un Ulises mucho más melancólico que heroico, obligado por Breth a adoptar a menudo poses estatuarias (quizá para reforzar aún más la humanidad de su esposa). El tenor estadounidense posee la voz y el físico perfectos para dar vida a este soberano vengativo y no poco retorcido. El esperado momento de la anagnórisis, cuando por fin revela a Penélope su verdadera personalidad (se le había presentado como un viejo pícaro), es de una frialdad absoluta, carente por completo de contacto físico o de cualquier calidez, quizá porque Breth piensa que los veinte años de separación de la pareja la han convertido irremediablemente en su amor, aunque la partitura de Fauré apunta justo en la dirección contraria. Del resto del reparto, muy homogéneo y con poco espacio para las individualidades, destacaron el Eumeo del joven barítono Thomas Mole, y dos de los pretendientes, Antinoo y Eurimaco, muy bien cantados por Loïc Félix y Leigh Melrose. Las doncellas de Penélope y sus pretendientes, en el segundo acto de la ópera de Gabriel Fauré. BERND UHLIGLa música despojada de Fauré, en la que no hay más nota, fue admirablemente defendida por Susanna Mälkki, cada vez más consagrada como directora de ópera. El año pasado dirigió en Aix-en-Provence la reinstalación de Katie Mitchell de Pelléas et Mélisande, la ópera con la que Pénelope guarda tantas similitudes y desemejanzas. La finlandesa, siempre analítica dada su larga vinculación con la música contemporánea, encuentra sin falta el tono justo, ya sea en el aire melancólico de muchas de las intervenciones de Penélope (su Leitmotiv, que suena ya al principio del Preludio, es un gran hallazgo de Fauré), o en el retrato ecuánime de los pretendientes. Si Fauré renunció a cualquier despliegue abierto en la instrumentación (dominada por la escritura a cuatro voces de la cuerda), Mälkki también mide hasta el extremo la dinámica de la orquesta (a veces incluso completamente ausente en algunos pasajes al capelo), calibrando también con mimo las intervenciones solistas de los instrumentos de viento. Es uno de esos directores que les deja cantar, pero sin perder nunca el control ni el flujo de comunicación entre el foso y la escena. Y entendió y supo reflejar el papel capital de una orquesta wagneriana no en sus dimensiones o en su potencia sonora, sino en su papel como articuladora fundamental de los momentos capitales de la acción. Anja Kampe (Ortrud), en el primer acto de ‘ Lohengrin’. WILFRIED HÖSLas credenciales wagnerianas de Múnich son incuestionables: preceden al Festspielhaus de Bayreuth y, dada la tremenda deriva que están tomando las cosas en la Colina Verde, quién sabe si no la sobrevivirán también. Una serie de músicos (Richard Strauss, Hans Knappertsbusch y Hans Pfitzner, entre ellos) publicaron en el fatídico año 1933 una «protesta» en la que se erigían en portavoces muniqueses de «la ciudad de Richard Wagner» con la intención de atacar ferozmente a Thomas Mann, que se había atrevido a dar una conferencia pronunciada inicialmente en la universidad de su ciudad de adopción, y repetida días después en Amsterdam, Bruselas y París, Sufrimiento y grandeza de Richard Wagner. Sus notas críticas resultaron indigestas para los delicados estómagos de estos devotos del Maestro, que pronto se pusieron al servicio del nuevo régimen: Hitler fue canciller unos días antes y Mann tardaría años en volver a pisar suelo alemán. El Preludio del primer acto de Lohengrin era una de las músicas favoritas del autor de Los Buddenbrook y habría disfrutado en buena lid con la magnífica interpretación que Sebastian Weigle ofreció el domingo por la tarde al frente de la formidable Orquesta de la Ópera Estatal de Baviera, que raro es el año que no ofrece algo de Wagner en la programación de su festival de verano, una convocatoria que, con este u otros nombres, se viene celebrando desde hace siglo y medio. Mucho menos habría disfrutado Mann con la producción de Kornél Mundruczó, director de cine húngaro también en los últimos años a director de ópera, aunque por lo visto en Múnich en los últimos años (este Lohengrin estrenado originalmente en 2022 y una Tosca muy desvirtuada, ambientada en Italia durante un supuesto rodaje de Pier Polo Pasolini, el año pasado) no ha demostrado aún un talento adecuado para este trasvase. Aunque confiesa haber concebido su Lohengrin en un «mundo posthumano» y como una llamada de atención sobre el hecho de que la necesidad de un salvador o mesías acaba dando lugar a la instauración de un régimen fascista, es difícil ver una cosa u otra en un montaje más bien hueco, inane, con muy pocas ideas, sostenido sobre todo en Múnich por un espléndido reparto vocal. La aparición del niño Gottfried bajo un enorme meteoro negro, en la escena final de ‘ Lohengrin’. WILFRIED HÖSLEl caballero del cisne fue el tenor polaco Piotr Beczała, que cantó en Múnich su primera ópera no italiana, y al que se le puede poner como único pero que su Wagner, impecablemente pronunciado y cantado, suena en exceso italianizante. A su lado, la estadounidense Rachel Willis- Sørensen tuvo frecuentes problemas para controlar su voz, con agudos bien proyectados, pero demasiadas irregularidades en el frotamiento y una dicción alemana claramente mejorable. Un vestuario poco propicio y sus problemas para moverse en una escena poblada de trampas no le ayudaron a sentirse cómoda en ningún momento. Por su parte, la pareja formada por Ortrud y Friedrich tuvo dos intérpretes de muy altos vuelos en Anja Kampe y Wolfgang Koch, dos wagnerianos de largo recorrido con impresionantes logros en sus dos papeles (con síntomas de desgaste el de bajo-barítono de Bávaro) y, no menos importante, dos actores que llenan el escenario con sus gestos (aunque no canten) y con un rico lenguaje corporal. Su dúo del segundo acto fue un elenco de virtudes y quizás el pasaje más redondo de la representación. René Pape, otro ilustre wagneriano, infundió nobleza y sabiduría a su rey Heinrich, mostrando un estado vocal mucho mejor que el de los últimos tiempos. Todos compartieron casi por igual el larguísimo aplauso final, que reservó el mayor ruido de la noche, como suele ser habitual en el Nationaltheater, para la orquesta de la casa, cuya familiaridad con Wagner se traduce siempre, y más con un director tan experimentado como Sebastian Weigle, en portentosas traducciones de las muy exigentes partes orquestales de Wagner, incluyendo en este caso el planteamiento antifonal de la fanfarria de trompetas esparcida por toda la sala. Fueron más de cinco horas de representación en gran medida olvidada en lo escénico, pero con numerosos momentos de alto voltaje en lo musical. La «ville de Richard Wagner» continuerá siéndolo, a pesar de los que todavía lo hacen, y sin necesidad de abogados para rezongoons y mendaces, durante muchos años.
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Édouard Risler se atrevió a confesar a Gabriel Fauré durante los ensayos previos al fallido estreno de Pénelope en Monte-Carlo en 1913: «Su obra perdurará, pero tardará mucho tiempo en tener éxito». Ni siquiera él podía imaginar cuántas de sus palabras seguirían siendo tristemente proféticas más de un siglo después. Por ejemplo, no se estrenó en Alemania hasta 2002 (en un teatro de provincias), y en la propia Francia, donde tradicionalmente ha sido un título pretérito arrinconado como una rareza en los márgenes del repertorio, no llegó a la Ópera de París hasta tres décadas después del estreno. Es difícil entender por qué después de escuchar su música y notar el impacto que ha tenido en el público que llenó el sábado en Múnich el Prinzregenteater (un teatro griego absolutamente perfecto que acogió la larga espera de Penélope) el sábado.