No me olvides

Tráemelo de vuelta siempre que tuve la sangre que seguía bailando, cuando el viento tocaba la gaita hasta el canto del gallo.

  

Es de los que han dado muchos tumbos en su vida. Los párpados los tiene casi rojizos, saltones, grandes como si fueran mejillones pasados por la sartén. Si fueran gaviotas, o las miraran, o lo que fuera, seguro que volarían. El cuerpo es de esos alargados, un cuerpo de alambre, diezmado por el hambre, un cuerpo que ya no sabe dónde meterse de tanto contonearse. Un paisano con boina, diría yo, de esos parrilleros que llegaron a la ciudad y no saben por dónde empezar ni terminar. Javier Santiso: «Editar es una lección de humildad» Y ahí lo tienes, al borde de la mesa, tirando del mantel, derramando las copas de vino, de un rojo furioso, de las pieles, de las que te arrastran por el paladar y arañan como un gato, una fiera. Ahí lo tienes, hecho un guiño, ojos pegados, alfileres que rozan. Mira a tu alrededor. Las mismas caras de siempre. La misma guardería de toda la vida. Ellos con sus caras de rabia, ellos, los pájaros de siempre, escupiendo las semillas, apretando los puños, para que nadie les quite el silbido, para que nadie les quite esa cancioncilla que les estrangula la garganta. No me olvides, y no me dejes tirado a este lado. Por eso nos vestimos de frambuesa y posamos ante los focos. Para que se encienda el tiempo y se apague el olvido. Así, también, multiplicamos las tonterías. Compramos plátanos para un millonario, y luego los espoleamos, mientras otro, un viejo, viudo y pobre, duerme cada noche en un sótano por unos billetes que caben dentro de una caja de vallas. Y así sigue el circo, mientras sacas el mantel y limpias las migas, mientras las gaviotas se convierten en buitres y los mejillones pierden el salitre de los ojos, y dejan de morder. Porque un día dejamos de llorar. Nos limpiamos los mocos con la manga. Dejamos que los muslos se diluyan, que las palabras se disuelvan. Un día dejamos que la sangre dejara de bailar. Olvidamos a los inuit, que se pudren con el deshielo, que se los comen los osos polares o se los comen las orcas. Nos olvidamos incluso de nuestros padres, atrapados en los lomos de sus dormitorios. Mirando a través de las rejas un trozo de cielo que sabe a mazapán, que les gustaría masticar. Allí se quedan en los cajones, dando la cuchara, chupando el anís mientras la pantalla parpadea y la tarde va a su bola. No te olvides de mí, dicen mientras levantan la mano, para otro sorbo. Aunque el azul esté apagado, no me olvides. Incluso cuando los hombres dejen de girar como girasoles, cuando las calles se pongan patas arriba, porque por ese trozo de acera pisabas fuerte, piernas, culo, porque tenías el escote recto de lazo. Nos quedaremos sin mandíbulas, sin apenas huesos. Mientras se nos vaya de las manos, seguiremos empapados y pareceremos búhos. Y por mucho que te metan la cuchara en la boca, no habrá quien se trague esta sopa que sabe a pescuezos. No me olvides, cuando no sea más que nadie. Cuando ya no queden estrellas que me recuerden, cuando no salgamos de las trincheras. De pronto silba el pitillo, hay movimientos en la colina, alrededor de la sala, un ronquido, algo, alguien susurra, como si fuera todavía un campo en flor. Ahí está la vecina, o era vecina, no importa. Dormía en el valle de su litera con la bala en el corazón. Las horas van refinando el alquitrán y, así, borrachos, borrachos hasta los tuétanos, oímos pasar el tiempo, oímos sonar las trompetas, crecer la hierba, soplar los vientos, nadie nos lo quita. Te gustaría levantarte, sacudir el culo por última vez, como cuando eran tiempos de verbena. De repente, te quedas pasmado, sonríes como un gorrión. Recuerda el olvido que vendrá después, la fiesta de los que bailaron bajo el cielo estrellado. Los ojos eran verdes, de esos de hierba vieja, de los que zumban en la garganta y te dejan tieso al primer trago. Ahí vas ahora, todo hecho un chaval, un chaval. Se baja a coger las colillas de los pozos. Volvemos a la taberna que ya no existe. Allí, en aquel valle de los verdes, amortajados, con el licor que se extendía por todo el cuerpo. Estamos de vuelta en ese valle, ojos verdes ante el bosque. Escucha. Serán los lobos. O serán los hombres con sus cabezas rapadas. Bajarán al pueblo. Allá abajo están los nidos con sus casas sueltas, un puñado de chozas que se encaraman entre las nalgas de las colinas. Allí están las casas con sus ventanas que agitan la cola, felices de saber que vienen, que los lobos, que los hombres, vuelven. No te olvides de mí. Un día he estado. Un día he vivido en medio de esos verdes. Recuérdame siempre cuando tenía la sangre que no paraba de bailar, cuando el viento tocaba la gaita hasta el canto del gallo. Y así, bajo el cielo, bajo el sol que sube a lo más alto, recuérdame abandonando pinceles, soltando perdigones hasta que revienten, de cuando la vida se expandió, hizo alas, de cuando éramos pájaros y éramos conscientes de lo que era volar sin tener miedo al grande. Javier Santiso es escritor y editor. Su última novela es ‘ Moralmente vivos ‘, sobre los últimos diez días de Francis Bacon en Madrid (La Huerta Grande, 2024). También acaba de publicar, con Lita Cabellut, ‘ Los disparates ‘ (La Cama Sol, 2024). Es asesor de Prisa, editora de EL PAÍS.

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Es de los que ha soportado numerosas tumbadas a lo largo de su vida. Los párpados son casi rojizos, saltones y tan grandes como si fueran mejillones pasados por una sartén. Definitivamente volarían si fueran gaviotas, o las mirarían, o lo que fuera. El cuerpo es de esos alargados, un cuerpo de alambre, diezmado por el hambre, un cuerpo que ya no sabe donde meterse de tanto contonearse. Un paisano con boina, en mi opinión, de esas barbacoas que entraron en la ciudad y que no sabe dónde empezar o acabar. Seguir leyendo

 

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