No sabe usted con quién está hablando

Un gorila joven se acercó a nuestro grupo en el Parque Nacional de los Volcanes, Ruanda, y al pasar a su lado, me dio un toque muy cariñoso en la entrepierna a modo de saludo.

  

Cuando siento que mi autoestima está por los suelos, algo que me ocurre muy a menudo, me viene a la mente aquella vez que un gorila me tocó los huevos cariñosamente, algo que no le ha ocurrido ni al mismísimo Hemingway. Además de la pareja estable, había varios niños mayores y nietos muy pequeños que jugaban a deslizarse por un talud, como los niños en cualquier tobogán de un jardín de infancia. Sucedió en el Parque Nacional de los Volcanes, en Ruanda, en presencia de algunos amigos entre los eminentes que se incluía un alto ejecutivo de empresa, un atleta de plata que era Ignorar si algunos más entre los que se movieron habría primos, bellezas, hijas y hermanos, todos bajo el dominio y la protección de un supermacho, espalda de plata. Saber másLa ciencia tiene una nueva teoría sobre el origen del beso: un ritual de limpieza entre primatesDespués de observar durante un buen rato su comportamiento, que no era muy diferente al de una familia de clase media en plena merendola en cualquier excursión por la sierra, ocurrió un hecho insólito, según el guía: un joven gorila se bajó de una rama, se acercó a nuestro grupo y al pasar por mi lado me dio un achuchón muy cariñoso. A qué se debió esta confidencia, y por qué fui el único agraciado con tal caricia, no sabría decirlo, y tampoco mi psicólogo encontró una respuesta adecuada. Estoy seguro de que nunca escribiré una obra maestra que pase a la historia de la literatura, pero no creo que haya ningún escritor o periodista al que le haya tocado un gorila. Por otra parte, cuando estoy bajo de moral, también me acuerdo de aquel monje ciego sentado a la sombra de un sicomoro en el jardín de un monasterio de Shanghai al que pedí consejo para ser feliz. Me dijo que la felicidad máxima no era la envidia. Siempre he creído estar a salvo de este pecado capital. Pienso en la prueba de afecto que me dio aquel gorila y se desvanece cualquier atisbo de resentimiento si alguna vez siento un leve pinchazo en el estómago por el bien de los demás. El monje levantó una mano insegura en el aire hasta colocarla en mi frente y la dejó allí murmurando una especie de oración, luego me golpeó suavemente con el puño el pecho donde reside el timo, la glándula fortaleza, mientras me decía: «Si alguna vez sientes envidia, golpéate el pecho como hacen los gorilas y pregúntate quién eres». Que un monje budista ciego, enormemente anciano, y un joven gorila se hubieran puesto de acuerdo en meterme la mano en el cuerpo para dar fe de mi existencia, uno bajando a la parte primitiva e irracional y otro elevándola a la parte noble de donde derivan los juicios y los buenos sentimientos, durante un tiempo me llenó de confusión. ¿Quién era yo entonces? Quizá la respuesta la encontré poco después, en uno de mis viajes a Buenos Aires, en el cuarto de baño, situado en un entresuelo de la Librería Clásica y Moderna de la calle Callao, que era al mismo tiempo café, salón de jazz, botillería intelectual y refugio de artistas. La posmodernidad es que cada vez es más difícil distinguir en las discotecas el baño de hombres y el de mujeres. Una simple inicial, unos labios rojos o un bigote, una pipa o un tacón de aguja, un sombrero de copa o una pamela, signos cada vez más abstractos y ambiguos sirven para confundirse en la encrucijada del género, sobre todo si se va borracho. En lo alto de la Librería Clásica y Moderna me llevé una sorpresa al ver mi foto en la puerta del aseo de caballeros. En aquel espacio se suponía que mi rostro era el símbolo del género masculino, la guía que conducía fisiológicamente a los hombres a su verdadero destino. El psicólogo me dijo que las personas, a la hora de elegir la felicidad, dan el predominio a la mitad superior del cuerpo, donde se generan los pensamientos nobles acompañados del deseo de belleza, pero otros creen que hay más placer en esa zona turbia inferior del cuerpo donde residen los instintos. El psicólogo agregó: «Que un gorila te toque los huevos, que un monje tibetano ciego te bendiga y que tu imagen presida un retrete de caballeros en Buenos Aires, como si ese punto fuera el Aleph de Borges, es motivo suficiente para no envidiar a nadie». Ese premio debe cumplir todos sus requisitos a la hora de entrar en este mundo y poder declarar: «No sabes con quién estás hablando».

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Cuando pienso que mi autoestima está por los suelos, algo que me sucede con mucha frecuencia, me viene a la mente que un gorila tocó cariñosamente mis huevos, algo que ni Hemingway ni él mismo han experimentado. Seguir leyendo

 

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